LA LEY DE LA VIDA Jack London El viejo Koshkoosh escuchaba con avidez. Aunque hacía tiempo que se le había debilitado la vista, su oído seguía siendo agudo, y el menor sonido penetraba en la parpadeante inteligencia que aún moraba detrás de la arrugada...
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LA LEY DE LA VIDA Jack London El viejo Koshkoosh escuchaba con avidez. Aunque hacía tiempo que se le había debilitado la vista, su oído seguía siendo agudo, y el menor sonido penetraba en la parpadeante inteligencia que aún moraba detrás de la arrugada frente, pero que ya no exami- naba las cosas del mundo. ¡Ah! Era Sit-cum-to-ha, que anatematizaba, chillona, a los perros, mientras los golpeaba y empujaba para que se dejaran poner los arreos. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija, pero se hallaba demasiado ocupada para derrochar un pensamiento en su quebrantado abuelo, sentado, solo, allí, en la nieve, abandonado e indefenso. Era preciso levantar campamento. La larga senda esperaba, en tanto que el breve día se negaba a demo- rarse. La vida la llamaba, y también los deberes de la vida, si no la muerte. Y él se encontraba ya muy cerca de la muerte. El pensamiento hizo que el viejo experimentase pánico por un momento, y extendió una mano paralítica, que vagó, temblorosa, sobre el reducido
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