Pequeños cuentos de terror cotidiano
La propiedad
A esa hora de la tarde en que el sol de verano empieza a menguar su furioso
castigo sobre la tierra, en ese momento del día caluroso, cercano a tercia, en que el
sol se apiada de los hombres y se entibia, la...
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Pequeños cuentos de terror cotidiano
La propiedad
A esa hora de la tarde en que el sol de verano empieza a menguar su furioso
castigo sobre la tierra, en ese momento del día caluroso, cercano a tercia, en que el
sol se apiada de los hombres y se entibia, la casa del abuelo volvía a poblarse
nuevamente, con lentitud, acaso con cuidado, de inquietos sonidos. El fresco de las
amplias, viejas habitaciones había resguardado el descanso oportuno de los nietos
luego de una exagerada comida, pero ahora se tornaba innecesario, aún más,
tedioso. El abuelo, que hacía tiempo no dormía más que unas pocas horas en la vejez
de la noche, había preparado ya la merienda para Fede y Luis, y para Tomba, amigo
de Fede.
Resurgidos del silencio con la energía de una orquesta, los niños llegaron
atropelladamente a la sala oblonga donde se acostumbraba servir las comidas.
Apenas entraron, Tomba tomó asiento tímidamente, en una banqueta de rústica
madera, tal vez de pino o de ciprés, pero Fede y Luis comenzaron
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