ALEJANDRA AÑÓN
Ella era
Ella era mía y está muerta. Ahora tiene piel de sombre, de hielo, de arena. Nada
en ella vive. Ni siquiera su último miedo, su grito final, descompuesto. Sólo su olor…
Pero no, su olor también está muerto. Este olor que me quema los...
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ALEJANDRA AÑÓN
Ella era
Ella era mía y está muerta. Ahora tiene piel de sombre, de hielo, de arena. Nada
en ella vive. Ni siquiera su último miedo, su grito final, descompuesto. Sólo su olor…
Pero no, su olor también está muerto. Este olor que me quema los huesos no es ella. Yo
lo sé bien. La conocía. La amaba. Era bella hasta el escándalo, tenía la cara manchada
de risa, los ojos sensibles, despiertos, trágicos. Había abandonado Rosario, alquilaba un
departamento minúsculo, justo debajo del mío. Compartíamos el mate de la tarde, nos
hacíamos compañía. Éramos soledades dispuestas a encontrarse, a regalarse tibiezas,
ratos quietos, serenos, robados a la voracidad del tiempo. Así pude explorarla, conocerle
los huecos, las grietas por las que lograba colarme para sorprenderla pequeña, frágil,
vulnerable. Así le descubrí recuerdos rotos, caminos a medio andar, años a medio vivir.
Así la construí para mí, cosiendo cuidadosamente los pedazos de ella. Así la quise para
mí, la amé ferozmente.
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