La mañana refulge gloriosa y las vitrinas de todos los almacenes están de gala, de alegría y paz
en el señor.
En esa víspera clásica se exhiben con ingenua elegancia, para tentación de chicuelos
y de papás, cuantos juguetes, comestibles y ociosidades han...
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La mañana refulge gloriosa y las vitrinas de todos los almacenes están de gala, de alegría y paz
en el señor.
En esa víspera clásica se exhiben con ingenua elegancia, para tentación de chicuelos
y de papás, cuantos juguetes, comestibles y ociosidades han creado las industrias nacionales y
extranjeras.
Gentes de toda clase y condición atisban aquí, husmean allá, trasiegan por
dondequiera, en busca de los regalos que, en aquella noche de venturanzas, ha de traer el Niño
Dios a la rapacería de la familia.
Demandaderas y sirvientes van y vienen, cargados de cajas y
envoltorios; los obsequios se cruzan, los presentes se cambian, mientras la horda mendicante
implora e implora en ese momento cristiano en que los corazones se ablandan.
Un caballero, de aire noble y ya maduro, observa desde una esquina del Capitolio aquel agitarse
vertiginoso de la colmena.
Su aire revela hondos pesares.
¿Cómo no? Es un señor sin hijos,
separado de su mujer y forastero en la capital.
La soledad y el hiel
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